El gris rostro de la ciudad contemplo.
Cruzo las aceras del infierno llenas de indiferencia.
Mi alma sufre este exilio interminable.
Catedrales que crecen entrepiedras me animan
mostrándome sus manos verdes que resisten.
Porque serán resucitadas.
Algún azul se adosa a las ventanas turbias.
de la ciudad grisácea.
Mi pulso es mi centro, mi rítmico compás de hoy.
Mañana será distinto mi yacer, mi vivir.
No habrán despedidas.
No se desgranarán en nuestras manos los amores
convirtiéndose en fotografías.
No habrá últimas miradas como trenes que se alejan.
Cabelleras de atalayas habrán volado también.
Quedarán sólo las huellas de mi incesante espera.
El círculo hecho con mis pasos en el patio plomo del mundo.
En esta urbe erizada
donde los perros lumínicos lloran tras los muros.
O en las interminables veredas.
¿Qué hay sobre el último pétalo tendido?
En el venero del mar ¿ qué se esconde?
El corazón lo sabe.
Y se siguen recorriendo los mismos gestos de tierra.
Viendo esos rostros tatuados en el nebuloso andén bajo tierra
con su diminuta sombra enrollada en sus pies.
Y la cofradía heroica de las hierbas bajo una axila de moles.
Y la hiedra que nació en la cisura del muro...
Y los perfiles macilentos inexpresivos
como los ojos de un ciego.
Con el pleamar de las ráfagas al fondo del horizonte.
Pisando y pisando las mismas sombras temblorosas.
Idénticos perfiles de arabescos olvidados
tendidos como ángeles de cenizas.
Ay, en esto consiste este yacer
por lo que la sonrisa y la risa se crea.
En el mismo cruce de la maroma.
En este largo adviento despidiente.
Un otoño reiterante que espera al fin florecer.
Y el consuelo acá viene de ella, la materna
madre de las hierbas sencillas
que viven en la montaña heralda
que demuestra la Belleza.
Y del cirio rosa que se desvanece al fondo de los últimos valles...
7 de Septiembre del 2007
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